Entre los aficionados a los wargames, el Warhammer 40000 es reconocido como uno de sus mayores exponentes en el campo de la ciencia-ficción. Muy especialmente, gracias al complejo universo desarrollado por sus creadores. Un trasfondo que, con cada nueva edición del juego, ha ido ampliando y entrelazando el pasado de las distintas facciones para darle más cohesiones.
Sin embargo, con la aparición de Horus, señor de la guerra, los aficionados descubrieron que, tal y como ha ocurrido siempre en la vida real, la historia que ellos conocían había sido escrita por el bando vencedor. En este caso, el decadente e inquisitorial Imperio de la humanidad.
Los hechos que narran este libro (y los dos volúmenes siguientes, con los que forma una trilogía) están situados varios miles de años antes del 40º milenio que da nombre al juego. En esta era de "renacimiento tecnológico", la humanidad ha extendido sus dominios a lo largo del espacio guiada por el ingenio del Emperador de Terra. Y junto a él, los poderosos primarcas lideran la irresistible fuerza militar de los Adeptus Astartes, organizados en legiones de miles de guerreros modificados con ingeniería genética. Todos ellos juramentados para cumplir los ideales de la Gran Cruzada: localizar y reunificar a las antiguas colonias humanas, aisladas de Terra durante siglos tras un devastador conflicto. Llevar a esos mundos perdidos la luz de la esperanza. Una gloriosa misión que sólo se quebró cuando una parte de los Adeptus Astartes se revelaron contra el Emperador y provocaron una guerra civil que aún perdura.
Esa, al menos, era la versión oficial que todos los aficionados manejaron durante años.
En realidad, a medida que se profundiza en la lectura, la Gran Cruzada demuestra tener enormes similitudes con sus homónimas históricas y resulta palpable que los ejércitos del Emperador están más que dispuestos a imponerse por la fuerza de las armas sobre cada civilización con la que se encuentran. Humana o alienígena. Y, tal y como sucedía en las cruzadas medievales, a su paso sólo quedan pueblos sometidos y "convertidos". En consecuencia, la Gran Cruzada hace crecer el Imperio día a día, sí, pero sus raíces están regadas con la sangre de todos los que se le oponen. Humanos y alienígenas.
La trama de la historia se centra en la legión de los Lobos Lunares y en su primarca, Horus. Una legión y un primarca a los que los aficionados conocían bajo otras circunstancias. Horus siempre había sido el monstruo que comandó a sus guerreros contra el Imperio para arrasarlo, condenándolo a la decadencia y a la permanente amenaza de los poderes del Caos. Sin embargo, en esta novela nos encontramos con otra versión: Horus, tal y como fue en un principio. Una criatura con la presencia y las capacidades de un semidiós. El favorito del Emperador, recién nombrado Señor de la guerra para que dirija personalmente la Gran Cruzada.
Sin embargo, precisamente esa elección de un "princeps inter pares" es lo que ha provocado las primeras disensiones entre las férreas filas de los demás generales del Emperador. Y está llenando de preocupaciones al primarca, amén de provocarle un creciente rencor por sentir que se pone en duda su valía y lo acertado de su nombramiento. Un rencor peligroso, pues a lo largo de la lectura veremos que Horus tiene parejas habilidades tácticas y políticas, y que está acostumbrado a que el resto del mundo acabe acatando sus decisiones gracias a su capacidad para hacerles adoptar su misma opinión. Tal y como indica el título del libro, estamos ante las "semillas de la herejía".
Esos cambios en el primarca y su legión se nos presentan a través de los ojos de Garviel Loken, capitán de la décima compañía y recién ascendido al Mournival o círculo de consejeros de Horus. Un guerrero fiel a los ideales de la Gran Cruzada, pero capaz también de plantearse las acciones que acomete. Y ha empezado a preguntarse si los fines de su misión pueden justificar siempre los medios. Una duda más que razonable pues, al final, se irá demostrando que el celo de Horus y sus comandantes por ser fieles a los objetivos del Emperador estarán en la propia raíz de su caída.
El libro, como buena obra de ambiente bélico, no escatima en acciones de batalla. Y ahí podemos disfrutar las hazañas de los Astartes, dejando bien a las claras cuán lejos están sus capacidades de los simples humanos. Sólo que Abnett demuestra un enorme talento para representar a sus rivales como seres capaces de igualar, o incluso superarles en combate (especialmente en lo que toca a los megaarácnidos). No se limita a describir proezas heroicas, si no que nos mete en la piel del protagonista para que compartamos con él la tensión y el esfuerzo de la batalla. De esa forma consigue que el lector respete y tema a los enemigos a los que se están enfrentando.
Aparte tenemos un aspecto interesante en la ambientación, que resultará chocante para los aficionados al juego: el absoluto ateísmo del Imperio. No sólo rechazan cualquier forma de culto, si no que se esfuerzan por eliminarlo allí donde lo encuentran (entre otros medios, adoctrinando a las poblaciones en la infalible capacidad de la ciencia para revelar los misterios del universo). De hecho, la adoración al Emperador aparece en estos momentos como una conducta delictiva y perseguida. Y, por otro lado, le permite a Abnett jugar con un elemento interesante: cómo se enfrentan los racionalistas imperiales a los primeros contactos con las fuerzas sobrenaturales del Caos. Un encuentro que hará cambiar las concepción del capitán Loken respecto a su capacidad para entender el mundo.
En último lugar, me gustaría acabar con una reflexión personal. Y es que, buscando la manera de definir esta novela, le encuentro ciertas similitudes con esas películas bélicas sobre Vietnam en las que el soldado de turno se enfrenta a la crueldad de la guerra, y cómo acaba asimilando esa dicotomía. Cierto es que Garviel Loken acata las órdenes de sus superiores y se emplea a fondo en la destrucción de cada enemigo que se le señala, pero el hecho de recapacitar y plantearse la legalidad moral de esas acciones le ponen en conflicto con el resto. E, igualmente, la parte de la trama que discurre entre los "civiles" de la Gran Cruzada (reporteros en zona de combate, si cabe esa comparación), tiene mucho del regusto anti belicista de esas obras en las que se denuncian las brutalidades de toda guerra, aunque sea por "una buena causa".
La continuación de esta historia, en Falsos Dioses.
Sin embargo, con la aparición de Horus, señor de la guerra, los aficionados descubrieron que, tal y como ha ocurrido siempre en la vida real, la historia que ellos conocían había sido escrita por el bando vencedor. En este caso, el decadente e inquisitorial Imperio de la humanidad.
Los hechos que narran este libro (y los dos volúmenes siguientes, con los que forma una trilogía) están situados varios miles de años antes del 40º milenio que da nombre al juego. En esta era de "renacimiento tecnológico", la humanidad ha extendido sus dominios a lo largo del espacio guiada por el ingenio del Emperador de Terra. Y junto a él, los poderosos primarcas lideran la irresistible fuerza militar de los Adeptus Astartes, organizados en legiones de miles de guerreros modificados con ingeniería genética. Todos ellos juramentados para cumplir los ideales de la Gran Cruzada: localizar y reunificar a las antiguas colonias humanas, aisladas de Terra durante siglos tras un devastador conflicto. Llevar a esos mundos perdidos la luz de la esperanza. Una gloriosa misión que sólo se quebró cuando una parte de los Adeptus Astartes se revelaron contra el Emperador y provocaron una guerra civil que aún perdura.
Esa, al menos, era la versión oficial que todos los aficionados manejaron durante años.
En realidad, a medida que se profundiza en la lectura, la Gran Cruzada demuestra tener enormes similitudes con sus homónimas históricas y resulta palpable que los ejércitos del Emperador están más que dispuestos a imponerse por la fuerza de las armas sobre cada civilización con la que se encuentran. Humana o alienígena. Y, tal y como sucedía en las cruzadas medievales, a su paso sólo quedan pueblos sometidos y "convertidos". En consecuencia, la Gran Cruzada hace crecer el Imperio día a día, sí, pero sus raíces están regadas con la sangre de todos los que se le oponen. Humanos y alienígenas.
La trama de la historia se centra en la legión de los Lobos Lunares y en su primarca, Horus. Una legión y un primarca a los que los aficionados conocían bajo otras circunstancias. Horus siempre había sido el monstruo que comandó a sus guerreros contra el Imperio para arrasarlo, condenándolo a la decadencia y a la permanente amenaza de los poderes del Caos. Sin embargo, en esta novela nos encontramos con otra versión: Horus, tal y como fue en un principio. Una criatura con la presencia y las capacidades de un semidiós. El favorito del Emperador, recién nombrado Señor de la guerra para que dirija personalmente la Gran Cruzada.
Sin embargo, precisamente esa elección de un "princeps inter pares" es lo que ha provocado las primeras disensiones entre las férreas filas de los demás generales del Emperador. Y está llenando de preocupaciones al primarca, amén de provocarle un creciente rencor por sentir que se pone en duda su valía y lo acertado de su nombramiento. Un rencor peligroso, pues a lo largo de la lectura veremos que Horus tiene parejas habilidades tácticas y políticas, y que está acostumbrado a que el resto del mundo acabe acatando sus decisiones gracias a su capacidad para hacerles adoptar su misma opinión. Tal y como indica el título del libro, estamos ante las "semillas de la herejía".
Esos cambios en el primarca y su legión se nos presentan a través de los ojos de Garviel Loken, capitán de la décima compañía y recién ascendido al Mournival o círculo de consejeros de Horus. Un guerrero fiel a los ideales de la Gran Cruzada, pero capaz también de plantearse las acciones que acomete. Y ha empezado a preguntarse si los fines de su misión pueden justificar siempre los medios. Una duda más que razonable pues, al final, se irá demostrando que el celo de Horus y sus comandantes por ser fieles a los objetivos del Emperador estarán en la propia raíz de su caída.
El libro, como buena obra de ambiente bélico, no escatima en acciones de batalla. Y ahí podemos disfrutar las hazañas de los Astartes, dejando bien a las claras cuán lejos están sus capacidades de los simples humanos. Sólo que Abnett demuestra un enorme talento para representar a sus rivales como seres capaces de igualar, o incluso superarles en combate (especialmente en lo que toca a los megaarácnidos). No se limita a describir proezas heroicas, si no que nos mete en la piel del protagonista para que compartamos con él la tensión y el esfuerzo de la batalla. De esa forma consigue que el lector respete y tema a los enemigos a los que se están enfrentando.
Aparte tenemos un aspecto interesante en la ambientación, que resultará chocante para los aficionados al juego: el absoluto ateísmo del Imperio. No sólo rechazan cualquier forma de culto, si no que se esfuerzan por eliminarlo allí donde lo encuentran (entre otros medios, adoctrinando a las poblaciones en la infalible capacidad de la ciencia para revelar los misterios del universo). De hecho, la adoración al Emperador aparece en estos momentos como una conducta delictiva y perseguida. Y, por otro lado, le permite a Abnett jugar con un elemento interesante: cómo se enfrentan los racionalistas imperiales a los primeros contactos con las fuerzas sobrenaturales del Caos. Un encuentro que hará cambiar las concepción del capitán Loken respecto a su capacidad para entender el mundo.
En último lugar, me gustaría acabar con una reflexión personal. Y es que, buscando la manera de definir esta novela, le encuentro ciertas similitudes con esas películas bélicas sobre Vietnam en las que el soldado de turno se enfrenta a la crueldad de la guerra, y cómo acaba asimilando esa dicotomía. Cierto es que Garviel Loken acata las órdenes de sus superiores y se emplea a fondo en la destrucción de cada enemigo que se le señala, pero el hecho de recapacitar y plantearse la legalidad moral de esas acciones le ponen en conflicto con el resto. E, igualmente, la parte de la trama que discurre entre los "civiles" de la Gran Cruzada (reporteros en zona de combate, si cabe esa comparación), tiene mucho del regusto anti belicista de esas obras en las que se denuncian las brutalidades de toda guerra, aunque sea por "una buena causa".
La continuación de esta historia, en Falsos Dioses.
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