lunes, 16 de noviembre de 2020

La Tierra (demasiado) larga de Baxter y Pratchett

Ya hace tres años de la reseña que dediqué al primer volumen de La Tierra Larga, la saga escrita a cuatro manos entre Stephen Baxter y Terry Pratchett sobre una idea original del creador de Mundodisco, y este otoño he decidido retomar su particular universo leyendo el segundo y tercer tomo... con un resultado agridulce. Así que, en lugar de hacer dos comentarios separados, voy a dar una versión general de mis sensaciones como lector al llegar al ecuador de la saga.

Para aquellos que no conozcan la premisa inicial de la serie, repito aquí parte de lo que ya expliqué en mi reseña de hace tres años: imaginemos que fuera posible viajar a todas las versiones alternativas de nuestro planeta; todas las tierras que no hemos conocido, porque serían el resultado de un desarrollo climático, biológico y/o geológico distinto al que sucedió en nuestro pasado. El único inconveniente (en principio), sería la imposibilidad de hacer grandes saltos dimensionales, por lo que se hace necesario ir recorriendo una a una cada versión diferente para, a medida que nos alejásemos de "nuestra Tierra", encontrar ejemplos con divergencias más radicales. Desde planetas que hubiesen sufrido glaciaciones más prolongadas, a otros en los que la deriva continental tuviera un desarrollo distinto, a aquellos que tienen una composición atmosférica diferente, hasta una versión que hubiese sufrido el impacto de un meteorito cataclísmico. La capacidad para llegar hasta ellas y explorarlas, limitada tan solo por las ganas del aventurero dimensional por ir más allá (y ciertas normas científicas, que no tardan en hacerse evidentes).


A mí, el primer libro me encantó. Pero es que (amén de fan declarado del Mundodisco), soy un enamorado de las historias que impliquen realidades alternativas, y Baxter se encarga de insuflar el cientifismo necesario a cada una de esas versiones alternativas de la Tierra para hacerlas creíbles (aunque entiendo a quien le acusa de ser un especialista en infodumping). Y si le añadimos que la historia también cuenta con una IA muy avanzada y estrambótica (que es otro de los temas sobre los que me gusta leer), se entenderá con facilidad mi interés por avanzar en la lectura de la saga... y la razón para sentirme defraudado por lo que he recibido.

¿El mayor pero que le pongo? La reiteración en la estructura narrativa, e incluso en las cosas que me cuenta, que se produce en esas dos primeras secuelas: La guerra larga y Marte Largo. Como si fuera una de esas viejas series televisivas procedurales, nos encontramos con un esquema que se repite en ambos libros. A saber:

- Una expedición científica hacia los confines de las Tierras divergentes, que permiten a Baxter explayarse en exposiciones teóricas sobre cómo pudo evolucionar el planeta hasta ese resultado concreto. Y dado que ambas travesías parten desde "nuestra Tierra", eso nos obliga a revivir los mismos paisajes y experiencias (con ciertas diferencias) hasta que se sobrepasa el hito de los exploradores anteriores (para lo cual es importante tener en cuenta que sus progresos se miden en millones de mundos alternativos).

- Una segunda expedición, protagonizada por uno o varios de los personajes principales, con la intención de corregir algún desaguisado entre los colonos de la Tierra y otro grupo originario de las Tierras divergentes. Conflicto que se plantea como nudo principal de la novela y, a mi parecer, se acaba resolviendo de un modo precipitado y naïf. Eso sí, en el Marte Largo la reiteración de viajeros vagabundeando se atenúa un poco porque Baxter puede innovar al proponer versiones alternativas del planeta rojo.

- Historia en desarrollo. Es el pero más subjetivo que le voy a poner, lo sé. pero mi sensación tras acabar los dos libros (y, en especial, el último) es que son vehículos para llevar la trama hasta el punto en el que surja el verdadero conflicto principal de su historia. Una idea que deviene de ese resolver la trama de cada entrega en las últimas treinta páginas, y más bien a matacaballo, dejando en agua de borrajas los presagios de drama plantados en el resto del texto. Sensación que, tras leer la sinópsis del cuarto libro, me temo que no está totalmente desencaminada. Y aunque sea una elucubración puramente especulativamente por mi parte, quizás el hecho de que solo los tres primeros volúmenes de la serie se escribieran y publicaran en vida de Pratchett tenga algo que ver en esa premura.


Después de todo lo que he señalado, podría parecer que no hay muchas razones para leer la saga. Y no quiero que os quedéis con ese regusto amargo. Porque, de hecho, no he leído los libros como un tour-de-force, sino  ilusionado por ver qué iban a ofrecerme Pratchett y Baxter. Muy en especial, tras la inclusión en el universo de un personaje y unos elementos que evocan a las aventuras de cierta tripulación futurista "dedicada a la exploración de mundos desconocidos, al descubrimiento de nuevas vidas y nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar". Un concepto que encaja con facilidad y coherencia en la ambientación que nos han propuesto.

Por otro lado, tenemos las especulaciones de los autores sobre cómo reaccionaría la humanidad ante la posibilidad de tener a su alcance una cantidad infinita de mundos para colonizar, qué cambios se derivarían en la sociedad a medida que ese éxodo creciera en popularidad, y cómo se podrían organizar los colonos para ayudarse entre ellos. Un discurso cuyo peso no deja de aumentar a medida que avanzamos en la saga, a cambio de reducir el que, para mí, hubiese sido más interesante: la teorización sobre sociedades desarrolladas por especies no humanas. Y no es que no tengamos ejemplos de ello (a lo largo de los libros aparecen hasta cuatro civilizaciones, que se retoman de forma más o menos recurrente); pero, al igual que con las múltiples variantes de la Tierra, al resto de ejemplos que proponen apenas alcanzamos a atisbarlos de manera fugaz (y hay casos no solo originales, sino divertidos de verdad).

Mi pensamiento final para cerrar esta exposición es que La Tierra Larga será una lectura muy interesante para jóvenes a los que les guste la ciencia ficción, en especial por ese mensaje de "la Tierra es tal y como la conoces por muchas carambolas cósmicas, sobre las que nunca hemos tenido ningún control, y en lugar de estar poblada por primates evolucionados podría haber llegado a cualquier otro desarrollo distinto".

viernes, 6 de noviembre de 2020

The Boys, la admiración por los dioses con pies de barro

Con el estreno de la segunda temporada de The Boys, y la estupenda acogida con que ha sido recibida, se ha puesto de relevancia el ascenso de estas tramas que proponen un discurso más adulto y menos naïf en las narraciones de historias de superhéroes... fuera de lo que son los universos clásicos de héroes superhumanos, claro (DC, Marvel, Image...) Un éxito que, en mi opinión, se basa de forma principal en socavar la premisa canónica por la cual un superhéroe debe ser alguien cuya meta consista en hacer el bien, sin abusar jamás de las capacidades que le ponen por encima del común de los mortales. Premisa heredada desde el nacimiento de Superman, que en estas narraciones modernas se niega siguiendo la máxima de que "si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe por completo".


El concepto es interesante desde varios puntos de vista: tanto por su capacidad para humanizar unas criaturas a las que habitualmente se les dota de comportamientos angelicales (o, cuando menos, santurrones), como por los desafíos morales que plantea al lector aficionado al género. Al fin y al cabo, en los mundo alternativos que nos proponen esas historias Lex Luthor sería el héroe de la humanidad que descubrió la kriptonita para derrotar el imparable tirano Superman. Y es que, si lo miramos bien, lo verdaderamente inhumano y admirable de personajes como Wonder Woman, el Profesor Xavier, Thor, Flash, etc... es que resistan día tras día la tentación de usar esos poderes en su beneficio exclusivo. De comportarse como si los humanos fueran hormigas o ganado, y dejar que sus agentes de relaciones públicas se encarguen de evitar los escándalos. Y que, si en algún momento se desvían lo más mínimo de su inmaculado código moral, se levanten con aún mayor convencimiento en hacer el bien y proteger a la humanidad. El ejemplo más claro que se me ocurre, dentro de los universos canónicos, es el Kingdom come de DC, en el que ya se abordó (con algo menos de gore que en The Boys) el uso irresponsable de los poderes por aquellos que los poseían. Fuera de los mundos del cómic, pero con parecida intención de hacer meditar a su público, tenemos las últimas adaptaciones de El hombre invisible y cómo un poder "menor" ya es capaz de transformar a una persona normal en un monstruo; mientras que la novela Power nos situaría ante un panorama más aterrador, en el que el abuso del poder es la tónica... solo porque se puede.

Pensando sobre ello, creo que una de las grandes ilusiones que compartimos los lectores de cómics de superhéroes es la de tener los poderes de nuestro héroe favorito. Y estoy seguro de que más de uno ha tenido que repensar el uso que les iba a dar, porque fue consciente de pronto de estar sobrepasando esa línea moral que con tanta naturalidad respetan los héroes clásicos (salvo, tal vez, Batman); porque, después de todo, nosotros somos humanos y tenemos muchos defectos. Muchos. Y, de entre todos ellos, uno de los que más destaca es la tentación de jugar a ser Dios, que es justamente la razón por la que ese concepto suele aparecer de forma habitual en las narraciones que abordan de modo realista el tema del superhumano. Lo cual demuestra que, la idea del ser divino al que dominan sus pasiones, está tan vigente  hoy en día como cuando se declamó por primera vez el Juicio de Paris.  

página de Kingdom Come

Como ya he dicho al principio, Superman (como sabrán la mayoría de lectores de cómics, y los fans de Kill Bill) constituye el paradigma de ser superpoderoso que se atiene a un código moral intachable y, por tanto, es el personaje que debe aparecer en la cabeza de todo guionista cuando se decide crear una historia fuera de los parámetros utópicos que Marvel, DC, Image... estipulan para la bondad de sus protagonistas. Pero es que en The Boys tenemos una de las versiones más tenebrosas del kriptoniano en la figura de El Patriota (Homelander, en la versión original): un individuo sin rival conocido en el mundo, incapaz de aceptar un No por respuesta y que vive para ser adorado por los demás al nivel de un dios griego (en el amplio y caprichoso sentido de la palabra). El tipo de ser que empujaría a todo científico sensato a buscar una kriptonita con la que controlarlo.

La mera posibilidad de que una persona pueda imponer sus caprichos a cualquiera y a cualquier nación ya resulta aterrador. Sin embargo, The Boys también explora una vía que ya estaba presente en Watchmen: la asimilación de los superhombres con armas de destrucción masiva, y el interés por cualquier país en controlarlos para poder esgrimirlos en contra de potencias rivales. Y, aunque la serie prefiere insistir en el peligro de un Superman emocionalmente inestable y sin brújula moral, el hecho de que obedezca las instrucciones de quienes solo pretenden satisfacer sus deseos de enriquecerse plantea otra pregunta difícil de soslayar: ¿es más temible un tirano que no responde ante nadie, o un arma indestructible que sirve a los intereses de individuos amorales? ¿Qué clase de mundo en paz es aquel en el que realmente se está sometido a la voluntad de quien nos mataría si denunciamos la injusticia subyacente?


Ese concepto, el del héroe con tonos de gris (y cuanto más oscuro, mejor), es la baza inicial que atrae al lector/ espectador aficionado al género. Más que nada, porque es el tipo de personaje con el que uno puede ponerse de igual a igual y plantearse el desafío de "yo lo haría mejor". Pero el éxito de las sucesivas colecciones que han indagado en el tema (y la unanimidad con que se está aplaudiendo la adaptación a televisión de The Boys) se basa no solo en su planteamiento adulto, y nada optimista, de lo que podría ser un mundo en el que conviviéramos con semidioses, sino en la complicidad que busca con el lector de cómics veterano al ofrecerle versiones retorcidas de personajes que le son familiares (Los 7 de The Boys son una clara representación de La liga de la justicia).  Y aunque podría ser una maniobra que le restase frescura a esta clase de propuestas, yo lanzaría a los editores de DC y Marvel un desafío: que se añadiese al universo canónico una línea oficial que siguiera estos parámetros, como uno más de sus sellos paralelos. Y poder explorar así qué habría sido de sus personajes si no fueran capaces de evitar las tentaciones con tanta facilidad. ¿Serían los X-Men unos títeres sin voluntad al servicio de Charles Xavier? ¿Se habría repartido el gobierno del mundo La liga de la justicia? Un ejemplo de lo que podría ocurrir (bastante soft, si lo comparamos con la serie que motiva este artículo) se vio en el cómic Emperador Muerte de Marvel, y en el tomo Ruins de la misma editorial, mucho más descarnado pero tan fugaz en su duración que apenas rozó las posibilidades del género. Pero con espacio y tiempo para desarrollarse, quién sabe los horrores que deberíamos contemplar a manos de nuestros héroes favoritos.

Para terminar, amén de recomendaros la visión de la serie y la lectura de los tomos que he referenciado, no puedo dejar de añadir también una nota de interés personal: buscad la antología Supermalia (de la que hablé aquí), publicada por Transbordador, y echadle un ojo. Producto nacional sobre este tema tan interesante.