(Imagen de Pixabay, en pexels.com)
—¿Tienes miedo?
Alfonso sonríe apenas al asentir.
—Eso es bueno. Quien te diga que
no está asustado en estas circunstancias, te miente o está loco.
Alfonso toma aire con más
ansiedad de la que le gustaría y mira al frente. El fuselaje del Vulcano dibuja
una suave curva de blancos, grises y ocres alternos, en la que brotan antenas
de comunicación, toberas de propulsores de maniobra y la plataforma de trabajo.
Una isla en medio de la extensa negrura que les rodea, moteada de estrellas anónimas
para Alfonso. Tan remotas y desconocidas, como insignificante es él para quien
pueda vivir allí. Sus pensamientos revolotean de una constelación a otra
mientras progresa por el fuselaje, impulsándose con la fuerza de los brazos
hasta alcanzar la plataforma de trabajo. Allí le aguarda Radenkov, que observa
de manera silenciosa cómo se sitúa en los mandos y pasa el anclaje de la
barandilla al soporte central.
—¿Listo para tu primera misión
soltándote de la mano de mamá?
—¿Aún quieres que me ocupe yo de
la reparación?
—Por supuesto. ¿Por qué no? Ya
sabes lo que tienes que hacer. La única diferencia es que hoy no estarás a
salvo en la bodega mientras trabajas.
Alfonso procura hacer oídos
sordos a las implicaciones de esa frase y levanta la vista a la búsqueda de su
objetivo: la nube de asteroides que orbita el planetoide rocoso más exterior de
ese sistema solar y, a una distancia prudencial, la masa listada en blanco y
naranja de la baliza de astronavegación que han venido a reparar. Entonces
respira hondo, mira al oficial ingeniero de primera y asiente. Acto seguido
percibe en los pies la vibración de la plataforma al soltarse del Vulcano,
mientras Radenkov le despide moviendo la mano. Haciéndose pequeño junto con la
nave nodriza gracias al impulso de los propulsores de nitrógeno que ahora le
alejan más y más, de modo que puede contemplarla de nuevo en su totalidad por
primera vez en casi dos años. Desde que le aceptaran como oficial de segunda en
la compañía y se embarcase.
—No veo daños estructurales.
¿Será un problema con las baterías?
—Confiaba en que sería cosa de
cambiar una antena averiada y sustituir un par de relés. Pero seguro que
disfrutas manejando plutonio, chaval.
La plataforma se aproxima a la
baliza con un ritmo pausado, sus brazos manipuladores recogidos de manera que
recuerda a una araña recorriendo el sedal, mientras los parpadeos de las
señales de posición colorean los bordes de la estructura como luciérnagas
inquietas en medio de la frialdad aséptica que le rodea: cables culebreando por
la rejilla del suelo, contenedores con los identificadores de material básico
de reparación y repuestos… y, a medida que su horizonte queda enmarcado por el
enorme objeto fusiforme y el cúmulo de asteroides, Alfonso se enfrenta a un
momentáneo desconcierto respecto a su posición real. ¿De pie, o boca abajo?
Vértigo que exorciza cerrando los ojos de nuevo y mirando al suelo de la
plataforma.
—Tienes una hora, chaval. No me obligues
a ir a rescatarte, o me lo cobraré cuando volvamos a Central Sigma.
Ilustración de Johnson Ting (Rhinoting en DeviantArt)
Apenas necesita la mitad del
tiempo para desarmar el compartimento de las baterías, constatar que el fallo
no es tan grave y reiniciar las funciones de la baliza, cuyas luces despiertan
en una cadencia remolona. Satisfecho, levanta la vista y sus pensamientos se
enredan en los movimientos de los asteroides. Absorto, intenta seguir esa
coreografía silenciosa que lo embelesa. Y justo en ese momento, un pitido
insistente le arranca un escalofrío: la alarma de proximidad de astronaves.
—Chaval…
—Lo sé, Radenkov, lo sé. Me estoy
desacoplando de la baliza y voy a programar el vuelo automático para compensar
a diez metros.
—No te arriesgues. ¿Has visto las
lecturas en el panel? Es un crucero. Compensa a veinte metros.
Alfonso modifica el dato, pero no
alcanza a hacer nada más. Un gigantesco telón gris oculta de pronto el
firmamento, reemplazando las estrellas por fugaces parpadeos de varios colores,
y de inmediato la plataforma se encabrita al ser repelida por los campos de
fuerza que rodean la astronave. El primer zarandeo le quita el aliento al golpearse
con la consola, el segundo le hace perder su asidero y el tercero lo arroja
contra las barandillas de seguridad de la plataforma. Haciendo inútiles sus
braceos mientras los propulsores trabajan para equilibrar la estructura,
tironeando del anclaje de seguridad de Alfonso a su total capricho.
Reducido a un pelele, tan solo
puede cubrirse el rostro y esperar que todo acabe. Confiando en la resistencia
del cable para no convertirse en parte de la nube de asteroides, y temiendo que
nada detenga su próximo vuelo por encima de la plataforma, hasta que, al fin,
con una última sacudida, se nota flotar en calma.
—Chaval, ¿sigues ahí?
—Sano y salvo. Creo.
—Pues deja de hacer el pasmarote
y vuelve. Hay un montón de balizas por revisar de aquí a Central Sigma.
—Dame un momento para recuperar
el aliento.
Las estrellas vuelven a titilar
en el vacío, tan ajenas a lo que le ha ocurrido como el propio crucero sideral,
aunque el paso del gigante sí ha dejado huella en la zona: varias de las
gigantescas rocas errantes han modificado sus trayectorias y están chocando entre
sí, o se alejan desafiando la atracción de su huésped. La baliza compensará las
nuevas órbitas y se mantendrá allí otros cincuenta o cien años, ayudando a
otros viajeros a guiarse hasta su destino. Y para entonces, quién sabe dónde
estará él.
Contemplando otro firmamento.
Paseando por otra constelación.
Intentando ser algo más que una
pequeña mota a la deriva en el universo.