No puedo describir con facilidad qué opinión me ha dejado la lectura de la novela de Sam Savage porque, como con un plato de contrastes acusados, se quedan los sabores mezclados en la lengua y hay que dar tiempo al paladar para degustarlo en su justa medida.
Una aproximación sencilla sería describir “Firmin” como una película clásica de Woody Allen: tenemos un protagonista apocado (y aún me quedo corto), cuyos sueños e ilusiones se estampan sistemáticamente contra la cruda realidad. También hay un ambiente urbano, estrecho y cerrado, poblado por elementos contraculturales, prácticamente “exiliados” del sistema. Todo ello envolviendo una historia que, desde el mismo principio, adivinamos desgraciada.
Y es que Firmin es una Rata. Pero una rata alimentada con los sueños volcados en los libros y el cine por los humanos. Así que es una rata que quisiera ser humano para cumplir y compartir esos anhelos y, por tanto, está condenado a vivir frustrado.
Nuestro peculiar protagonista narra las memorias de su vida en un monólogo continuo en el que, de vez en cuando, deja espacio para interpelar al lector. Dibuja así el transcurrir de su existencia y el universo imaginario adoptivo, pletórico de referencias literarias y cinéfilas, en el cual quisiera tener un lugar. Desde el nacimiento entre las páginas desmenuzadas de un libro, pasando por la infancia del típico alfeñique y siguiendo hasta sus contradictorias experiencias al bregar con la condición humana.
Algunos encuentran a Firmin patético hasta lo estomagante. Yo, en cambio, no dejo de pensar en él como el iluso más grande de la historia. Por más palos (reales y figurados) que reciba, no ceja en su empeño de encontrar a la persona (no, rata no, persona) que le complete. Alguien que, en sus sueños, será capaz de reconocer su talento para la lectura y entenderá que es algo más que una alimaña muy poco agraciada. A lo largo de la novela el propio Firmin se devana los sesos buscando el modo de revelar sus capacidades a los humanos y, de forma bastante cómica, vamos a ir contemplando los sucesivos fracasos en que terminan cada uno de sus intentos. Es más, uno de los episodios más tristes (y que mejor ejemplifican su personalidad) sucede cuando comprende que el único humano capaz de tratarle con cariño nunca va a interpretar sus acciones como propias de un ser inteligente.
Por otra parte, es insoslayable el peso de las referencias literarias con que sazona su discurso. Demasiadas para enumerarlas, sirven en la mayoría de los casos como base para hacer chistes a costa de tal o cual autor y mostrar de paso (o así lo sospecho) la opinión que Sam Savage debe de tener sobre él (Proust, por ejemplo, resulta tener una prosa con sabor a “veneno para ratas”). En cualquier caso, todas y cada una de las menciones a escritores o su obra puede empujarnos a una tarea de investigación para encontrar ese chispazo de humor negro que subyace bajo la frase más simple.
En definitiva, y no queriendo entrar a considerar posibles paralelismos entre la apariencia del autor y esa rata estrafalaria, Firmin supone enfrentarse a una lectura de regusto amargo. A pesar del humor ácido, hay que estar preparado para afrontar el destino final de nuestro protagonista y su mundo. El resultado de esa denodada lucha por sacar los sueños de lo irreal, por más que no haya valor para mirar al reflejo que nos devuelven los espejos.
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