Hace unos días, fui a ver la representación que en Madrid se está haciendo de "Drácula". Y la experiencia me obliga a homenajear su esfuerzo en este artículo.
Si digo que el resultado devuelve al asistente a la experiencia de ver teatro a principios del Siglo XX, probablemente me estaría excediendo y creando falsas expectativas. Sin embargo, ver esta representación me hizo darle vueltas a lo que había leído sobre el éxito de su versión original. No en vano, el montaje se basa en el escrito por Hamilton Deane en 1924; Primera versión teatral del "Drácula" de Stoker, con la cual Bela Lugosi comenzó su carrera en la interpretación del vampiro por antonomasia. Y estoy casi seguro de que la mayoría de trucos que vi se llevaron a cabo con los mismo procedimientos de hace un siglo.
Por eso, haciendo un pequeño esfuerzo alcanzo a entender el espanto y la maravilla que pudieron causar en aquellos espectadores las repentinas apariciones del Conde Drácula en el escenario. Principalmente, en la obra se sirven de efectos ópticos "clásicos" (por no decir decimonónicos): ilusiones con juegos de espejos, trampillas ocultas y niebla artificial (ésta última, imagino, imposible en aquella época), pero el efecto sigue dando resultado. Aunque, eso sí, no tanto como para imitar la petición de Deane para que el teatro dispusiera de una enfermera, con la única misión de aplicar sales a aquellos espíritus más sensibles que no soportaran la emoción (según estadísticas de la época, una media de diez personas por representación).
instantánea de una representación de Drácula, con Lugosi, en 1951
Cierto es que, a un admirador confeso del Drácula de Coppola, el terror que pudiera infundir queda reducido en la actualidad a una sensación casi naïf. De hecho, a excepción de los sobresaltos que puede provocar aún la repentina aparición de un actor en medio del patio de butacas, para un espectador criado en la generación del cine tales trucos nos causan más curiosidad que miedo. Pero, aún así, reconozco que hubo dos escenas que me parecieron especialmente sobresalientes. La primera, con Mina dormida y el escenario poco menos que en tinieblas, comienza al aparecer una nube de niebla que acaba por ocultar el fondo. Momento en el cual la mano de Drácula surge de la nada junto a su víctima. Probablemente la imagen en que queda mejor reflejado el instinto depredador del vampiro.
Casi al final llega el otro gran truco del montaje: con Drácula acorralado y el amanecer alboreando, nos obligan a desviar la mirada al otro lado del escenario. Sólo un segundo. Y para entonces el Conde se ha desvanecido. Nada. Un lugar vacío. Evidentemente, se debe tratar de algún artificio en el decorado, pero me fascinó. Y cien años atrás, seguro que dejó unas cuantas bocas abiertas contemplar los poderes de lo sobrenatural hechos realidad frente a los ojos.
Así pues, espero que este breve texto haya servido para dejar patente mi admiración por esa "magia" del teatro, capaz aún de sorprender a quien se sienta en una butaca en la era del retoque digital, el croma y los personajes creados por ordenador. Ojalá que nunca se extinga ese encantamiento.
Será que casi todo es una ilusión... Incluso el teatro, Drácula y el paso del tiempo.
ResponderEliminarSaludos.
Llevo tiempo con ganas de hincarle el diente a esta representación. La hora se acerca, pues. Gracias.
ResponderEliminarVelkar.
No te falta razón, Igor... pero es tan genial sentir que te engañan como a un crio!!
ResponderEliminarY Velkar... cuánto tiempo!! Ya nos contarás qué tal te parece si tienes la oportunidad.
Muchas gracias por pasearse por aquí, muchachos!!